13 de julio de 2015

Ese mar

Ese mar pretende arrastrarme. A veces, lo intenta con calma. Me mece, sus aguas me acarician. Es apacible. Otras veces, quiere arrastrarme a la fuerza. Levanta grandes olas, terribles olas, y quiere engullirme, tragarme entre sus fauces de espuma, fieras y oscuras.
El mar, en realidad, nunca está en calma: solo lo finge. Es superficialmente tranquilo y me atrae a sus reflejos cristalinos. En lo hondo, en su interior, prevalece su auténtico ser. Pero ni el mar mismo lo sabe; no ve más allá de su superficie. ¿Cómo huir? ¿Cómo no ahogarme? Me acerco con cuidado, lo observo, me introduzco entre las olas. Y cuando menos me lo espero estas se alzan, amenazantes, peligrosas, y me empujan, me golpean. Me hacen alejarme. Me empapan, me resquebrajan y casi me ahogan.
Pero sus aguas en calma no lo entienden. Nunca lo entienden. Jamás lo hicieron.

El sabor amargo


Me queda el sabor amargo de la ignorancia. De la ignorancia de ti: de no saber, de no decir... de callar. Me quedan el peso sobre mi pecho y el nudo en la garganta. Tenía las palabras entre las manos, pero se convirtieron en humo. No logré atraparlas. Callé. Y mis manos, vacías, sin palabras, sin ti, con la ausencia del abrazo que en algún momento quisieron pedir (robar)... así permanecen. Están quietas, caídas, amargas. Están solas. El nudo en la garganta me permite suspirar y así sigo: vacía, añorante, estúpidamente melancólica.

3 de julio de 2015

Hay un hombre

Desde mis sábanas oscuras miro la puerta cerrada de mi dormitorio, a malas penas iluminada por la luna. En el pasillo hay un hombre. Mi perro duerme junto a mí; está tranquilo. Acaba de levantar las orejas. Sigo mirando la puerta cerrada. El hombre, en medio del pasillo, permanece quieto en la oscuridad. Sus zapatos son marrones, lo sé. Mantengo la respiración y no oigo nada, pero mi perro mira ahora hacia la puerta.
El hombre lleva un sombrero también marrón. Tiene la cabeza gacha, pero su posición es firme. Está alzando la barbilla y observa la entrada cerrada a mi dormitorio. Mi perro se ha levantado para acercarse a mí. Lo abrazo. No podemos dejar de vigilar la puerta. El hombre ha comenzado a andar, lentamente, hacia mi habitación. Se me encoge el corazón y mi perro baja las orejas. Sé que está agarrando el picaporte. La puerta se ha abierto. Mi perro gime. Está oscuro. No veo nada.

2 de julio de 2015

Es de noche


Es de noche. Miro alrededor sin ver. Siento el viento. Respiro. Alzo los brazos formando una cruz y giro, giro, giro... El viento me agita, me mece, me acoge. Me rindo a su abrazo profundo y caigo. No encuentro el final. Sigo cayendo y sigue estando oscuro. Desconozco adónde llegaré. Desconozco si llegaré. Todavía permanece la oscuridad. Ya no apreto los ojos con fuerza, ya no tengo miedo. Me entrego a todo. Me entrego y no sufro. Me olvido de mí.

Crecer junto a un perro



Catorce años pasé con mi Pecky, desde 1999 hasta 2013, año en el que murió enferma, pero feliz.

Crecer junto a un perro es uno de los regalos más grandes para una persona. Para un perro, crecer y envejecer junto a alguien es, prácticamente, toda su vida. Lo dan todo. Si adoptas, no abandones. Traviesos, pícaros, meones, "comelotodo", juguetones, escandalosos, cariñosos, chupones, babosos, intranquilos, dormilones, impertinentes. Pueden ser de muchas maneras. Enséñale y déjate enseñar. Ten paciencia y, con perseverancia, te lo pagará con creces. No importan los incontables meados ni las apestosas cosillas que recojas, no importan los calcetines que pierdas. Tras un poco de sacrificio, tendrás una indescriptible compensación: un amigo leal, único, que te querrá ante todo. Y toda su vida. Cuídalo.
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