16 de enero de 2011

Breve, pero plena

EN ÉSTE, CONTABA LOS 14.
TÍTULO: BREVE, PERO PLENA
PREMIO: 2º PUESTO.
Las cortinas blancas, casi transparentes, ondeaban entre la brisa que se asomaba por la puerta abierta del balcón, desde la cual se podía respirar el olor a jazmín, aquel lejano sonido a tráfico, a niños madrugadores jugando entre chillidos un poco más allá, personas que discuten por la calle. Una vida normal, seguidora de la rutina tal vez. Aquella gente anónima, rebelde, soñadora, monótona incluso. Tantas vidas, tantos hilos que pueden ser cortados en cualquier momento, un “zas” y… ¡basta! La Parca encomendada se limita a ponerle fin a aquella historia en la que una vez un corazón latió rápida y lentamente. Tantas emociones puede albergar la mente humana… tanto miedo, tantas dudas, tanto amor.
Sus ojos, observando sin observar aquellas cortinas que tal vez no volvería a ver, ausentes y cristalinos, ocultaban –o al menos ella lo intentaba- el divagar de su mente entre pensamientos alterados y melancólicos. Se preguntaba, una y otra vez, qué es lo que debía hacer. Se encogió entre las sábanas y se cubrió aún más con éstas instintivamente. Quería protegerse, olvidar aquel futuro maldito que le había tocado, viajar sin un rumbo exacto, con un fin marcado, por supuesto… pero no tan cercano, no tan brusco como aquel. No le hacía falta volver su rostro para saber que tras ella, durmiendo tiernamente se encontraba esa persona de la cual no le cabía la menor duda de que no la abandonaría. Jamás. Pero él no se merecía sufrir, ella quería que al que ayer y hoy había llamado amor tuviera una vida tranquila, serena, feliz. Y aquello ella no se lo podía proporcionar.
Su estado era sencillo, no podía haber otro más. Enferma de cáncer durante demasiado tiempo, demasiado extendida aquella sentencia de muerte. Naiara veía su destino como un castigo, uno duro, inquebrantable. Decidió en su momento, no hace mucho, mantenerlo en secreto, sufrir en silencio, no someterse a ninguna clase de quimioterapia y vivir cada segundo que le quedase, aunque lo hiciese sola por no hacer sufrir junto a ella a más gente y, sobre todo, a él, a su pareja, a Jose. Más de una vez había intentado cortar su relación, pero se le hacía imposible, completamente. Quién sabe si algún día se lo diría, o quién sabe si seguiría con él mucho tiempo. En un rato Jose se despertaría y Naiara suspiraría de alivio por no tener que seguir cavilando sobre aquellas cosas tan desgarradoras. Aunque más que la muerte, desgarrador era pensar en separarse de él.
Semanas después, en un momento de la noche como otro cualquiera, la habitación se encontraba en calma y los dos jóvenes amantes “apaciblemente” dormidos sobre la cama. Aunque la tranquilidad no duró mucho tiempo, pues Naiara se incorporó de la cama bruscamente, emitiendo chillidos y dirigiendo sus manos hacia el origen del dolor. Jose se levantó de un salto y el pánico se apoderó de él al oírla gemir de tal forma. Entre alteradas preguntas e intentos de auxilio, Naiara se desplomó sobre la cama, inconsciente. Seguidamente, se oyeron otros gritos, pero esta vez de él.
Dos horas más tarde, Jose andaba de un lado a otro inconscientemente, alterado y aterrado a la misma vez. Preguntándose a sí mismo qué se suponía que le había ocurrido a su novia. Tras un tiempo de agonía, un médico apareció en el pasillo del hospital y le informó de todo lo que necesitaba saber. Cáncer, muy expandido. Se desmoronó tembloroso sobre una silla llevándose las manos a la cara. El médico prosiguió, entre un millar de palabras del cual o no podía, o no quería entender nada… pero la palabra que pilló al vuelo fue “embarazo, dos meses, casi tres”. La primera era, sin duda, la peor noticia que le habían dado en su vida, la que le podría deprimir el resto de su existencia. La segunda, no lo sabía. Podía llegar a ser padre, pero… ¿ella? Aquello le quitaría fuerzas. ¿Y si ella ya sabía que tenía cáncer, por qué no me había dicho nada? Y si debía abortar para no arriesgar su vida, ¿eso también la arriesgaría? Pero… ¿Cáncer? ¿Qué? ¿Por qué? Muchísimas, demasiadas, infinitas preguntas acudieron a su mente, rápidas como la velocidad de la luz, sin ninguna respuesta a su alcance.
Más tarde, su estado era estable. Enchufada a toda clase de aparatos, débil como nunca la había visto. Se le hacía una vista aterradora. ¿Quién le infundiría fuerzas ahora si era ella la que no podía hacerlo? Lo que tenía claro, es que no la dejaría sola en ningún instante. Tal vez, sólo tal vez una probabilidad remota del azar de la naturaleza podría curarla, salvarla de ese destino. Dicen que lo último que se pierde es la esperanza, pero lo que jamás, es el amor. O al menos el verdadero.
No fueron pocos los días que Jose pasó entre lágrimas, hundido en lo más profundo del pozo oscuro que era pensar en la posible, y más que probable, pérdida de su ser más querido. No pudieron acudir a la quimioterapia ya que estando embarazada no era aconsejable. Naiara había decidido tenerlo, alegando como razones que si Jose estaba dispuesto a sufrir por ella, quería dejarle en este mundo por lo menos un fruto de su amor.
Pasados meses, se llevó a cabo la quimioterapia, lo que conllevó efectos negativos en el físico de Naiara, como la pérdida de su cabello. Como Jose había prometido, no existió el más mínimo momento en el que se separase de su amor, cuidándola e infundiéndole fuerzas –aunque ni siquiera él las tuviese- para seguir adelante.
Los momentos duros se incrementaron a medida que avanzaba el embarazo, e incluso se temió por la vida de ambos, la madre y el futuro bebé. Pero la fe en seguir viva y dar a luz era demasiado grande. La quimioterapia había conseguido darle un tiempo más de vida a la enferma, pero la decisión de ésta había sido desde el principio morir en su casa junto a su amado y, si era posible, con su hija. Por tanto, cuando sintieran que se acercaba el momento, marcharían a su casa.
Al fin, llegó el día del nacimiento. Un par de semanas adelantado, el bebé llegó de imprevisto, alterando a los padres de una manera inimaginable. La madre estaba demasiado débil, pero consiguió concebir a aquella niña de ojos verdes sin ocasionar en el momento del parto ningún inconveniente en la vida de ambas.
Lástima que los padres de Naiara no hubiesen podido conocer a aquella niña, pues habían fallecido, también de alguna enfermedad, años antes. En cambio, los padres de Jose se presentaron en visitas prolongadas durante todo el tiempo que aquella pareja estuvo en el hospital.
El 4 de marzo de aquel año, la carta se echó sobre la mesa y volvieron a acomodarse en el hogar de ambos y, por supuesto, de la niña, la cual había cumplido ya los dos meses. Jose preparó sorpresas todos los días, ayudando al ambiente, haciendo más llevadero y más “feliz” todo aquello. En cambio, Naiara se mostraba feliz de verdad, estaba relajada, contenta por haber tenido una hija con la persona a la que amaba y que él la hubiese acompañado en todo lo malo y bueno.
El 14 de marzo aparecieron de imprevisto (para Naiara) en la casa amigos y familiares –que también los habían visitado en el hospital-, trayendo un montón de regalos, ofreciéndose a cuidar del bebé en aquella velada. A principios de ésta, sin mostrar ningún asombro en ningún rostro salvo en el de Naiara, Jose le pidió matrimonio, anillo y ramo de flores en mano. Un sí por respuesta provocó que aquel ambiente se llenara de aplausos. Había cumplido su objetivo, ver radiar de felicidad a Naiara. Vestida de novia –el traje en cuestión lo habían comprado los padres de él- y portando el ramo de flores, en la misma casa y enchufada a quién sabe qué trastos, intercambió un dulce beso con, ahora su marido, Jose tras decir un simple pero sincero “sí, quiero”.
El 28 de marzo fue el día crucial, en el que no había más caminos que tomar ni más sendas por las que escapar. Sin dioses ni santos a los que adorar, sin rezos que orar, se esperó pacientemente la llegada del momento, dejándolo todo en las manos del destino, como debía e iba a ser. Unas simples palabras bastaron. Demasiadas lágrimas derrochadas para desperdiciar los últimos momentos entre llantos. Su frase fue, y ninguna otra, “Abrázame y no me sueltes en mucho tiempo”. Sólo eso, unas míseras palabras y ya sabían lo que ocurriría en un momento no muy lejano. Y así, aquella madrugada de aquel 28, Naiara posó de lado su rostro sobre el pecho de Jose y lo abrazó fuerte, le dio un intenso beso en los labios y volvió a su posición anterior. Él le pasó una mano sobre la mejilla, acariciándola con gran cariño, la rodeó con sus brazos y cerró los ojos, pensando, a su pesar, que tal vez cuando los volviera a abrir la mujer de la que ha pasado catorce años de su vida enamorado no pueda volver a abrazarlo ni a decirle lo mucho que lo ama, que lo necesita. Ya no podrá volver a mirarle a los ojos siquiera.
Ella estaba feliz. No necesitaba vivir una vida larga y plena como para alcanzar la felicidad. Tenía veintisiete años, estaba casada con la persona de la que estaba enamorada y era, más que seguro, correspondida. Además, había tenido una preciosa hija a la que también quería con locura. Su destino allí lo había cumplido, ahora le faltaba saber si tenía más caminos que recorrer y si volvería a encontrarse con sus seres queridos.
Tras unos silenciosos e intensos minutos, Naiara abandonó su cuerpo y se dispuso en pos de lo que le albergara de cara a cualquier cosa.

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