29 de enero de 2011

Paz frondosa


¿Cómo decirle al niño, que entonces era, que su madre había muerto? Un muñeco de “playmobil” entre mis manos provocaba que me debatiera entre si colocarlo dentro la granja de juguete o fuera. Una inocente preocupación, ajeno a todo el dolor y temor que se cocían a mi alrededor. Había pasado la noche solo con mi vecina, que era muy amiga de mis padres. No había visto a mi madre desde probablemente un día entero y me sentía un tanto confuso, aunque no llegaba a comprender ni la más cercana o remota de las realidades.
Mi padre se acercó con sigilo, expectante; no le di importancia a sus ojos rojos. Acababa de volver, junto a mi abuelo, de a saber dónde. Busqué con la mirada a la figura femenina que anhelaba, pero no me vi complacido. Les interrogué con la inocente mirada y, ante el silencio espectral, lo pregunté en voz alta. Mi padre se acercó a mí y me rodeó con los brazos. No obtuve más de un “Se ha ido, pero te quería mucho” por respuesta. Se las apañaron para mantenerme ocupado todo el día. No volví a mencionarla hasta que a la noche me vi envuelto en llantos y pataleos por mi parte, no comprendía por qué “mamá” no había ido a darme las buenas noches. Y también recuerdo cuando, aquella noche, mi abuelo me introdujo en un mundo de bellas fantasías entrelazadas con la naturaleza. Sus labios me describían un estremecedor y acogedor paisaje, dotado por un cristalino riachuelo e innumerables árboles y flores. Mi mente infantil me llevó de inmediato a un cuento de hadas, lleno de simpáticos animales dispuestos a ser acariciados por mis pequeñas manos, que se removían emocionadas ante la posibilidad de acudir a aquel lugar. La ilusión brilló en mis ojos cuando me prometió que pronto me llevaría.
¿Pero cómo de grande fue mi sorpresa al despertar en el asiento trasero de su coche? ¡No me dio tiempo ni a hacer brotar mi impaciencia! Mi abuelo, con apenas arrugas entonces, me sonreía a través del retrovisor. “Duerme, pequeño, aún queda un rato”, me dijo antes de dejar caer los párpados.
Desperté a la vez que abría su puerta, echando su asiento hacia delante e indicándome mediante un guiño que saliese. Agarré la manta con la que me había cubierto en el viaje y lo acompañé, sumido en una gratificante realidad verde. Verde de naturaleza, de hojas y tallos, de césped y de innumerables plantas.
“¿Es aquí, abuelo?” Mi voz no pudo ocultar mi descontento, pues lo que mis ojos veían no era más que otra imagen cualquiera que podría encontrar incluso en mi ciudad. No había nada espectacular, nada de lo que me había imaginado. Él, asombrándome aún más, estalló en carcajadas. Negó con la cabeza y me cogió la mano, indicándome que debíamos ir a pie. Se echó una gran mochila a la espalda y me pidió que llevara dos ligeros sacos de dormir, a continuación, emprendimos el viaje.
Incluso yo mismo me sorprendí al no abrir la boca en todo el trayecto. Atravesamos un bosque y bordeamos un riachuelo, seguidos por el rumor de los árboles y el murmullo del agua al caer por una pequeña catarata. Un poco más allá, entre dos coloridos montes, dejamos el equipaje. No pude mostrarme más anonadado cuando, de una pequeña caja que sacó de su mochila, extrajo un plástico y lo montó formando una acogedora tienda de campaña. Creo recordar que le pregunté, boquiabierto, si aquello era magia.
Unas frutas para almorzar y un enorme bocadillo de, me parece, era jamón, me quitaron el hambre para el resto del día. Mientras el sol nos iluminaba recorrimos kilómetros de aquella paz ajena al resto del mundo. Al anochecer, mi abuelo encendió una hoguera y me deleitó con multitud de sus más extrovertidas vivencias. También me habló de las ninfas, seres que decía que habitaban alrededor de donde habíamos acampado. Horas después, ambos nos enfundamos en nuestros respectivos sacos de dormir y, exhaustos, nos rendimos al sueño.
Desperté siendo llamado por aquella voz tan familiar, tentándome a buscarla. Mi abuelo roncaba inmerso en su subconsciente, incitándome a salir de allí a hurtadillas. Me desprendí del saco y subí la cremallera de la tienda, bajándola después. La voz me seguía llamando, paciente y serena. Había tenido tanta prisa por salir que no me acordé de colocarme las zapatillas. Casi noto aún el dolor que las pequeñas piedras me provocaban en la planta de los pies. La voz procedía de una mujer que se encontraba sentada al borde del riachuelo. Su silueta me resultó extremadamente familiar, al igual que su voz. No decía mi nombre, sino el apelativo por el que mis familiares me llamaban: “Pequeño”. En cuanto la vi emprendí una carrera hasta encontrarme a su lado. La espesa oscuridad me impidió ver sus facciones, por lo que en verdad no pude saber si se trataba de mi madre o no. La luna se reflejaba en el agua cristalina, dotándonos de la poca luz que podíamos poseer. Conseguí vislumbrar sus ojos, lo cual fue suficiente. El tono almendrado de su mirada me escudriñó con ternura. Percibí cómo la comisura de sus labios se curvaba en una sonrisa y mi realidad brilló en torno a ella.
“¿Mamá?” Susurré. Mi mente de siete años no aceptaba negación alguna. Nunca me habría parado a pensar entonces que ella había muerto. La aludida no respondió e inclinó la cabeza hacia un lado, observándome más delicadamente.
“Pequeño, ¿sabes quiénes somos las náyades?” Negué con la cabeza ante aquella extraña palabra. “No importa. Únicamente quiero que sepas que cuando deje de vivir aquí, te cuidaré allá donde vayas.” Posó su nívea mano sobre mi pecho, provocando que mis latidos aumentaran de velocidad. Cerré los ojos durante una fracción de segundo y oí el lejano gruñido de mi abuelo. Los abrí en el acto y me encontré a solas con el hombre, que tras rabiarme por darle aquel susto, me preguntó lo que hacía allí. “Abuelo, ¿quiénes son las náyades?” Arqueó las cejas de una forma exagerada mientras se sentaba donde segundos antes había estado aquella mujer. Tuve que repetirle una segunda vez la palabra, aunque siguió sin dar crédito a lo que le preguntaba. “Ninfas, hijo. Ninfas que habitan en ríos, lagos… donde haya agua. ¿Por qué lo preguntas?” Después de pensar en su respuesta, le conté lo que acababa de suceder. No recuerdo lo que me dijo entonces, pero tampoco me importaba mucho que me creyese o no.
Acudimos periódicamente a ese sitio y, aunque jamás volví a verla, sentía su presencia, su tierna mirada clavada en mí. Una vez mi abuelo hubo muerto, unos pocos años después, no volví a pisar el lugar.
Le agradecí multitud de veces que me lo hubiera mostrado y él únicamente me pidió que llevara a mis hijos allí igual que él había hecho con mi padre, mis tíos y conmigo. Sigo preguntándome si aquella mujer de ojos almendrados… o ninfa, o lo que fuese, era mi madre. Tal vez se despidió de mí. O tal vez yo seguía soñando.
Y ahora, veinte años después, no sé qué hacer. Abuelo, ¿qué les voy a mostrar a mis hijos? ¿Lo que en su día fue un paraíso terrenal convertido hoy en un vertedero más? ¿Los llevo a acampar junto a un riachuelo de agua negra? ¿Les hago respirar la contaminación que ha acabado con nuestro paisaje? Toda ninfa que un día me describiste, cada ser fantástico que existiera en mi imaginación, ha muerto junto con cada flor, cada árbol y cada pequeño animal o insecto. Hemos arramblado con cada rincón de nuestra naturaleza. Ahora, mis hijos se fascinarán con un juguete electrónico. Al menos puedo gozar en silencio de que un día descubrí la magnificencia de la naturaleza. Me queda por esperanza, abuelo, que no todo haya terminado aún. Tarde o temprano, descubriré otro lugar en el que se pueda escuchar el viento, donde no alcance a ver asfalto, donde los árboles luzcan frondosos y logre escuchar los cánticos de los pájaros desde el alba hasta el atardecer. Y tal vez no les muestre a tus biznietos nuestro rincón, pero adorarán otro tanto como yo adoré aquel.

4 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho el tema y la critica a la sociedad de ahora, que está acabando con los bosques.Muy Bueno :)
    PD:Jose

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  2. Me gusta mucho tu blog, las criticas del fin de la naturaleza, escribes muy bien.
    Un besazo.
    y si puedes visita el mio y si te gusta comenta.

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  3. Esta muy bien, dice la verdad de la sociedad actual que esta acabando con todo lo bueno de la naturaleza, me gusta :)

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  4. Me gusta mucho esta entrda y todo el blog en general.
    Presentalo al concurso de literatura de tu instituto, y verás como dejas a todos cayéndose la baba.
    Pasate por mi blog, comenta con tu opinión, y si te gusta, sígueme.

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